El último tren
Cuando el osito apareció sobre las vías del subte, lo primero que pensó Bruno fue que algún niño había tenido un descuido. Se inclinó desde el andén para mirar mejor: un peluche blanco pero bastante sucio, con las orejas apenas deshilachadas, un ojo negro y otro azul, como si hubiera sido reemplazado. Le dio un poco de lástima la situación del indefenso juguete allí tan solo en medio del peligro.
Cuando terminó su turno de limpieza en la estación, bajó a las vías y lo agarró. Lo miró de cerca: estaba sucio, pero intacto, con una sonrisa cosida que parecía más un desafío a la adversidad que un gesto amable. Bruno lo guardó en la mochila sin saber por qué.
Esa noche, luego de cenar, lo sacó de la mochila y lo dejó sobre la mesa. “Capaz me trae suerte”, pensó en voz alta, medio riéndose de sí mismo. Su vida no iba precisamente bien: un sueldo que apenas alcanzaba, las deudas siempre acechando, y un dolor de espalda que no lo dejaba dormir tranquilo en ninguna posición.
A la mañana siguiente, algo extraño sucedió. Como ya era costumbre, al bajar del colectivo para entrar al trabajo, no vio el charco enorme en el que siempre pisaba, pero inexplicablemente, llegó con los pies secos a la estación por primera vez. Más tarde, cuando un compañero dejó caer una llave inglesa desde el respiradero del techo, la herramienta pareció detenerse en el aire brevemente justo antes de golpear su cabeza, y luego continuó su derrotero hacia el suelo una vez que Bruno se desplazo fuera de su camino. En seguida pensó en el osito, ¿realmente le estaría dando buena suerte?
La semana siguiente fue un desfile de coincidencias salvadoras. Un coche que no lo atropelló apenas por unos pocos centímetros, un pago atrasado que la tarjeta de crédito omitió cobrar, incluso el médico le dijo que su espalda parecía estar mejorando.
Sin embargo, el osito también empezó a cambiar. Primero fue una oreja que se arrancó sin motivo y sus patitas impregnadas en un líquido maloliente. Luego, su pequeño torso, totalmente aplastado e imposibilitado de recuperar su forma original. Cada vez que Bruno lo miraba, sentía una especie de deuda con aquel particular peluche.
Todo se aclaró una noche, cuando Bruno escuchó un estruendo en el living. Salió corriendo, pensando que alguien había entrado a robar, pero solo encontró al osito tirado en el piso, con un agujero que lo atravesaba de lado a lado y la sonrisa totalmente descosida, convertida en una mueca rota. A su lado, una perforación en la pared que antes no estaba. La visión de aquel indefenso ser completamente despojado de su gracia, perdiendo guata a borbotones por todas las heridas, le partió el alma.
Bruno entendió el mensaje. A la mañana siguiente, volvió al subte y depositó al osito cuidadosamente sobre las vías, justamente donde lo había encontrado, como para darle la chance de sanar y empezar de nuevo en otras manos. Mientras el tren se lo llevaba, sintió en la panza una punzada de culpa mezclada con alivio. La vida volvió a ser más difícil después de eso, pero al menos, todo lo que perdía ahora era suyo.
Me gustó la historia del osito
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